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El viajero

Por Mauricio Percara Moishe no comía carne ni pan, ni conocía el sabor del asado. Su cuerpo era una prolongación ascética de su voluntad: solo porotos y repollitos de Bruselas, hervidos, en una olla que cargaba desde su infancia como otros cargan el miedo. Decía que así se preservaba del mundo y que, al negarle placeres, podía entender sus formas. Algunos aseguran haberlo visto comer pizza.  Había recorrido ciudades que no figuraban en los mapas y desiertos que se desdibujaban con solo mirarlos. Hablaba siete idiomas y soñaba en uno distinto cada noche. Su pasaporte era un catálogo de aduanas y su mochila una acumulación de objetos inútiles que él consideraba sagrados: una piedra triangular de Samarcanda, un billete roto de Bogotá, un cuaderno con solo una frase escrita en diversas lenguas: “No es lo mismo la vida de todas las personas”. Esa frase lo perseguía. Se refería, decía, al misterio inconfesable de que hay existencias que giran como planetas erráticos y otras que se aferra...

El doctor Ruiz

Por Mauricio Percara —¿Qué es ese olor? —le pregunta su esposa apenas llega a casa. —No sé —dice el doctor Ruiz, aunque sabe bien que es olor a culo, a úlcera abierta, a pañal vencido, a secreciones diversas. Olor a hospital, aroma a enfermo y virulencias.  Esa misma peste que lo persiguió más temprano, cuando fue al supermercado con la bata puesta. Una señora en la fila lo miró fijo y vociferó: “Disculpe, doctor, pero esa bata está cagada o muerta”. Él solo suspiró. No había tiempo para explicaciones. Trabaja 20 horas por día, a veces más. Otras veces, simplemente, parecen más. Atiende cuerpos rotos, almas cansadas. Cuando no está auscultando, está firmando recetas. Cuando no escucha toses, huele heridas y caca fresca. Absorbe todos esos dolores y olores. Se los fuma en pipa.  Imagina, sueña... Por fin, se sube a su auto último modelo —ese que aún paga en cuotas— y escapa. Se va a una isla del Caribe. Necesita olvidar el agrio aroma de los pedos anestesiados, los turnos, esos...

El viejo de la plaza

Con frecuencia, sobre todo cuando comienza a ponerse el sol, recuerdo el consejo de un hombre del barrio, un señor al que le gustaba que le digan gran abuelo ( 大爷 ) o viejo abuelo ( 老爷爷 ), según la traducción literal que hago. Alguien mucho más adelantado que yo en la carrera de la vida, aunque capaz de ejercitarse por más tiempo, con una lucidez mental muy superior a la mía y una verborragia y acento propios de los pekineses (así aprendí chino, a las cachetadas que sabe dar la calle). Una tarde como tantas otras, coincidimos en la placita comunal. Este chino octogenario intentaba en vano enseñarme a tocar el erhu (un instrumento de cuerda chino). Yo repetía, frustrado, « 我这么那么笨 » [Soy tremendamente tonto]. Habrá sido la decimoquinta vez que lo aseguraba, casi en un berrinche, cuando el gran abuelo sonrió, me retiró el erhu y expresó en un tono apacible y musical, con una voz instruida tras años de dar vida a canciones: « 你宁可失败,也不会放弃自己的理想 » [Es preferible perder antes que ir en contra ...

Palitos babeados

Compartí mesas con chinos en las que había platos en el medio y comensales con palitos atacando la variedad culinaria alrededor, babeando los cubiertos e insertándolos una y otra vez en los platos comunales, chupeteando del mismo vaso de cerveza, para terminar con jueguitos parecidos al de la botellita en un KTV. Sin miedo a ningún virus conocido. Compartiendo bacterias en un gesto de confianza. Esos mismos chinos hoy tratan de no salir de sus casas. Permanecen cautelosos, resguardándose, sin tener contacto alguno con todos esos amigos con los que antes intercambiaban gérmenes y bacterias en un acto megalómano. Y me aparecen imágenes de rondas de mate, de cigarrillos de boca en boca pitada a pitada, de jarras de fernet comunitarias. De amigos charlando, armando choripanes para el prójimo con las manos desnudas y grasientas. De chuparse los dedos cuando los ñoquis de mamá están muy ricos. Y ya no sé si estoy en Argentina o en China, o estaba, porque hoy no está esa China que me hacía se...

Los tigres de Sumuo

Fomentar e inducir estratégicamente la pobreza como método para alcanzar el máximo escalafón del fútbol mundial fue el plan que llevó adelante el gobierno de Freelandia tras investigar el trabajo de países europeos, asiáticos y sudamericanos a lo largo de las décadas y los siglos. En secreto, operaron sin dar a conocer el maquiavélico proyecto a su población ni al resto del mundo. Freelandia, una nación del sudeste asiático, se distinguía como una potencia económica, la número tres en cuanto a PIB per cápita. A pesar de ello, y del dinero invertido en el deporte más popular del mundo (infraestructura, mercado de pases, promoción), el país ocupaba año a año, estoicamente, los últimos puestos del ranking de la FIFA. Sus estadios, diseñados por los más excelsos arquitectos, eran de los mejores de Asia e incluso del planeta. Las condiciones salariales de los jugadores eran magníficas, y los clubes freelandeses estaban dispuestos a pagar lo que fuera por el jugador deseado; pero esto solo c...

Lagarto terrible

Lo había logrado. Según sus cálculos, rompería el cascarón en apenas unos minutos. Esta vez sí. Un dinosaurio pisaría la tierra tras millones de años, y el primer ser humano en atestiguarlo sería él. Su gato Claudio, el primer felino. El mayor logro científico de la civilización que conocemos, sin dudas, pensaba. Eclipsaría a los Willmut, los Testart, a los biólogos todos, incluso a astronautas e ingenieros. Bebía agua, botella tras botella, nervioso, y fumaba cigarro tras cigarro, mientras ronroneaba el minino. Faltaban minutos, segundos quizá. Nada. Observaba el huevo, ansioso, el trabajo de una vida. La ceniza sobre el suelo. Ganas de mear. Miau . Dudó, pero no podía aguantar un segundo más. Marchó a toda velocidad al baño del laboratorio. Disparó un chorro de orina blanquecina, que salpicó al hacer impacto. Escuchó un ruido seco. Echó a correr con la bragueta abierta y se encontró con la escena más temida: Claudio sosteniendo una pequeña figura aceitunada y sin vida entre sus fauce...

Tanga en Cuarentena

No estaba en su mejor momento. Quizás se trataba del peor de entre todos los malos momentos de su vida. Sujetó su mano ausente e invisible mientras redactaba un aviso clasificado. Recordaba su olor. También sus mimos. Esa alegría irrepetible de tomar el té con bizcochos de grasa. Lloró. Rogó a Dios. Siguió escribiendo. Sabía que ofrecía más de lo que podía dar, pero también sabía que estaba dispuesto a darlo todo. Vivir, debía vivir, así lo hubiera querido. A través de la ventana, el vacío de una ciudad sin gente coreando algún cántico futbolero y tomando un liso. Supo reírse de sí mismo en el más caótico de los caos. Se ofreció en cuerpo, sin alma. Lo hizo, vivió. Los clientes satisfechos. Respiró el aire que ella ya no respiraba. Daría sus años por volver a ver su rostro feliz de domingo a la tarde. Las penas escritas en una tanga negra perdida bajo la cama. Él, su ella… y Ella, impoluta. Se abría paso la vida. Un virus dando vueltas, como tantos otros, ya no tan malito. Él, más vivo...