El viajero
Por Mauricio Percara Moishe no comía carne ni pan, ni conocía el sabor del asado. Su cuerpo era una prolongación ascética de su voluntad: solo porotos y repollitos de Bruselas, hervidos, en una olla que cargaba desde su infancia como otros cargan el miedo. Decía que así se preservaba del mundo y que, al negarle placeres, podía entender sus formas. Algunos aseguran haberlo visto comer pizza. Había recorrido ciudades que no figuraban en los mapas y desiertos que se desdibujaban con solo mirarlos. Hablaba siete idiomas y soñaba en uno distinto cada noche. Su pasaporte era un catálogo de aduanas y su mochila una acumulación de objetos inútiles que él consideraba sagrados: una piedra triangular de Samarcanda, un billete roto de Bogotá, un cuaderno con solo una frase escrita en diversas lenguas: “No es lo mismo la vida de todas las personas”. Esa frase lo perseguía. Se refería, decía, al misterio inconfesable de que hay existencias que giran como planetas erráticos y otras que se aferra...