Los tigres de Sumuo

Fomentar e inducir estratégicamente la pobreza como método para alcanzar el máximo escalafón del fútbol mundial fue el plan que llevó adelante el gobierno de Freelandia tras investigar el trabajo de países europeos, asiáticos y sudamericanos a lo largo de las décadas y los siglos. En secreto, operaron sin dar a conocer el maquiavélico proyecto a su población ni al resto del mundo.

Freelandia, una nación del sudeste asiático, se distinguía como una potencia económica, la número tres en cuanto a PIB per cápita. A pesar de ello, y del dinero invertido en el deporte más popular del mundo (infraestructura, mercado de pases, promoción), el país ocupaba año a año, estoicamente, los últimos puestos del ranking de la FIFA.

Sus estadios, diseñados por los más excelsos arquitectos, eran de los mejores de Asia e incluso del planeta. Las condiciones salariales de los jugadores eran magníficas, y los clubes freelandeses estaban dispuestos a pagar lo que fuera por el jugador deseado; pero esto solo conseguía crear una liga con algunos de los futbolistas extranjeros más codiciados del momento. En cambio, los futbolistas locales se volvían cada vez peores.

El hombre enfermo de Asia o la vergüenza del Rey eran algunos de los despreciables motes utilizados por los medios de comunicación al referirse a la selección nacional de Freelandia.

Miles de personas investigaron, hicieron cuentas, presentaron teorías, y pusieron muchas en práctica, pero nada funcionaba. Entonces surgió de entre las sombras un visionario que jugaría una nueva carta. Tatao Kuko y un equipo de expertos a su cargo fueron los que finalmente revolucionaron el fútbol de Freelandia para siempre.

Analizaron por años el fútbol brasileño, a su entender el mejor y más vistoso futebol del planeta. Métodos de entrenamiento, la vida cotidiana de los jugadores, la evolución de un garoto desde la cuna hasta su debut en primera división, las dietas alimentarias, las fiestas, las salidas con amigos, el fútbol playa, las noches de fiesta en la playa, el sexo en la playa. Una sumatoria de detalles a los que antes otras personas no habían prestado especial atención.

Además, Tatao Kuko leyó biografías de los máximos exponentes del futebol, desde Pelé y Garrincha hasta Neymar y Ronaldo. Se entrevistó con miles de futbolistas brasileños, sus padres, amigos, novias y amantes. Resultaba tan claro, casi como las cristalinas aguas del archipiélago de Fernando de Noronha. Los datos no mentían; estaba a la vista.


Tras más de tres décadas morando en territorio carioca, Kuko regresó a Freelandia. Ya anciano, pero con un fuego interior salvaje, como un tigre en cacería. La historia de su vida lo llevaba de regreso a su país para poner en práctica todo lo aprendido en tierras extranjeras. Profeta en su propia tierra.

En un principio, lo que él proponía fue recibido como descabellado o absurdo; porque en verdad lo parecía. Ya no contaba con un amplio equipo respaldándolo, sino que había quedado solo con el transcurrir de los años.

Lo que Tatao Kuko planteaba era crear en el país poseedor de la tercera mayor economía del mundo y que gozaba de una de las más elevadas esperanzas de vida, favelas colmadas de todos los vicios habidos y por haber en la sociedad, «de una manera estratégica», según especificaba el proyecto, «donde prime la violencia y el robo, la escasez de recursos, la pobreza extrema».

«Inducir la pobreza y la violencia a través de las instituciones del Estado como aliciente para la práctica del fútbol en jóvenes».

Sus colegas se reían, alegaban que tantos años en Brasil con mujeres gostosas y caipirinha le habían afectado el cerebro. Otros culpaban a su avanzada edad.

Pero al rey, conmovido al escuchar el plan del anciano que había dedicado su vida a estudiar el fútbol brasileño, le pareció que poco había que perder. En su haber, el monarca contaba con un museo personal de camisetas de fútbol, según se decía, el más grande del planeta de ese estilo.

Su Majestad puso a cargo de la zona de prueba emplazada en la isla Sumuo, al sur del país, a Tatao Kuko. Firmaron un contrato por 20 años, con posibilidad de renovación. En todo caso, consideraban los asesores de la corona, esta sería una buena oportunidad para liberarse de tantos turistas que llegaban a esos lares año a año (al rey no le gustaban los gringos, especialmente).

Y así resultó que rápidamente esta región dejó de recibir suministros por parte del gobierno central. Se sustrajeron todas las fuentes de trabajo. Se esparcieron rumores deliberadamente, alegando que el lugar era muy inseguro. El primer ministro, supeditado al mandato real, se encargó de difundir mensajes asegurando que en esta isla abundaban los secuestros de niños y que «la mujer que no resultaba violada en el transcurso de un año debía considerarse muy afortunada». Esos rumores cobraron tanta relevancia que dejaron de ser rumores, por lo que el lugar en verdad se volvió muy inseguro. Nadie quería visitar esa isla maldita.

En ocho años, la economía de la isla cayó a niveles de pobreza extrema; asimismo, se experimentó un crecimiento demográfico sin precedentes. La población se había duplicado, con niños por todos lados, corriendo, saltando, robando, y —lo más importante— pateando pelotas hechas de bolsas de plástico, o medias, o un pedazo de trapo con una calidad técnica impresionante.

Para sorpresa de todos, con excepción de Tatao, las divisiones infantiles del Sumuo United arrasaban a nivel nacional. Ganaban los partidos por goleada. Diez a cero, quince a cero y hasta cincuenta a cero. Incluso vencían en cada una de las competencias a nivel internacional en las que tomaban parte. El mundo entero hablaba de los pequeños isleños de Sumuo y el milagro del fútbol en una zona tan pobre. De regreso a casa, tras esos viajes por el mundo, los niños no solo traían consigo trofeos sino algún souvenir robado a los chicos de otros equipos, desde gorras hasta dinero en efectivo y teléfonos inteligentes. Incluso, ropa interior e inhaladores para el asma.


Más que satisfecho estaba el soberano con el plan Tigres de Sumuo (como lo bautizó Tatao Kuko), por lo que propuso que si se ganaba un mundial con esa generación de futbolistas, permitiría la extensión del plan al resto del país, aunque siempre de manera controlada.

Tatao no podía ser más feliz. Se arrugaba su viejo rostro al sonreír cada mañana, cada tarde, cada maldito minuto. Vivía cada día como si fuese el primero, a pesar de ser consciente de estar viviendo sus últimos años. Debido a sus arduos esfuerzos analizando en detalle el fútbol de las tierras de Zico, jamás se le había cruzado por la cabeza casarse o formar una familia. En ningún momento se arrepintió de su decisión, y mucho menos lo hubiera hecho en el momento en que su plan estaba dando sus primeros frutos.

Pasaron diez años. Freelandia se erguía como líder en la industria manufacturera, su sector de servicios era el más productivo del mundo, sus nuevas armas hacían ver a las ojivas nucleares como lanzas del Paleolítico, y la tecnología aeroespacial freelandesa le llevaba una gran ventaja al resto de los competidores. Por otro lado, Sumuo se había convertido en uno de los sitios más peligrosos del mundo. En siete años no había recibido un solo turista. Los últimos en animarse a tomar un tour por el bello pero temerario paraje habían sido los miembros de un centro de jubilados de Múnich. Todos resultaron cruelmente violados y decapitados (incluso tres de los doce ancianos fueron ultrajados luego de haber sido cercenadas sus cabezas). Por otro lado, trescientos jugadores salidos de esas tierras competían al más alto nivel en los clubes más importantes del globo.

En las ligas italiana, alemana e inglesa, los máximos artilleros eran todos jóvenes freelandeses. Paradójicamente, los cracks estaban acusados de abuso sexual, robo e incluso homicidio. Tan fundamentales se habían vuelto los provenientes de la isla de Sumuo para la nutrición de los clubes europeos, que se hacía la vista gorda a todo lo horrible que hacían fuera de los campos de juego.

Debido a sus compromisos con clubes de gran prestigio, habían dejado de lado las participaciones con el combinado nacional, relegadas a los mediocres jugadores del resto de la nación, que conformaban junto a muchos extranjeros la liga freelandesa. Quizás por tratarse de un hecho inédito, nadie sabía bien cómo proceder frente a este acto de rebeldía. Fue necesario que el mismísimo rey alzara la voz y ordenara, a través de un edicto, que los de Sumuo participaran en todas las competencias del seleccionado freelandés o, en caso de negativa, se les aplicaría la pena de muerte. Los ases no tuvieron más opción que representar a su país, de mala gana.

Sin mucho esfuerzo, ganaron todo lo que se podía ganar en Asia, no perdieron un solo amistoso internacional y clasificaron a Freelandia al mundial.


Ese año Colombia oficiaba como sede de la Copa del Mundo. Pasaban desapercibidas las escuadras de Argentina, Italia, Perú y Alemania, ya que todos hablaban de Freelandia.

A los dirigidos por Kuko, quien fue recompensado con el puesto de director técnico del equipo nacional por su gran labor, no les costó sortear la fase de grupos: ocho a cero contra Jamaica, cinco a cero frente a Rumania y cuatro a cero ante España. Un trámite para los tigres. La totalidad de los jugadores provenían de la isla más peligrosa entre todas las islas, la temeraria Sumuo. Los jugadores no necesitaban siquiera recibir instrucciones por parte de su técnico, por lo que no las recibían. Tatao apenas ocupaba un lugar en el banquillo, como un mero espectador de lujo.

Tatao Kuko, a sus noventa y nueve años, observaba los partidos con un orgullo casi paternal. Su pasión por el deporte y su proyecto le habían permitido superar un cáncer de pulmón, otro de piel y dos ataques al corazón. Seguía en pie, no sin dificultades, pero sobre sus dos piernas (aunque, en realidad, se movilizaba gracias a una silla de ruedas eléctrica).

En octavos, los freelandeses destruyeron nueve a uno a Brasil. Tatao derramó tantas lágrimas, que estuvo a punto de morir deshidratado. Debió ser internado, pero logró recuperarse para los cuartos de final, tal era su pasión.

Hacía mucho calor el día del encuentro entre Italia y Freelandia, pero esto no impidió a los isleños vencer a la escuadra azurra por tres a cero. A nadie le sorprendió el resultado; algunos italianos incluso festejaron con banderas y música copando las calles de Roma.

Se rumoreaba que la esposa de Benedetto, el centrodelantero milanés, había sido violada por dos de los defensores suplentes freelandeses. Benedetto desapareció rápidamente de la escena pública; se comentaba que antes había recibido una cuantiosa suma de dinero por su silencio. Algo parecido ocurrió con Pablo Raven, arquero jamaiquino, que se esfumó de la noche a la mañana tras comentar que uno de los mediocampistas de la nación del sudeste asiático había ingresado a su habitación de hotel durante la concentración para forzarlo a realizarle sexo oral. Situaciones similares se reportaban con frecuencia.

Tanto era el dinero invertido sobre las estrellas de la flamante potencia futbolística, que resultaba más lógico y económico silenciar a los acusadores antes que responsabilizar a los delincuentes por sus crímenes. Ya que esto no convenía ni a los sponsors, ni a una de las naciones más poderosas del planeta, ni a nadie que semejantes atrocidades se dieran a conocer al público en general o los medios masivos de comunicación.


En semifinales, los tigres de Freelandia bombardearon a Alemania con nueve goles. Los germanos apenas lograron anotar uno, mientras el arquero freelandés bebía agua tranquilamente.

Así llegó el momento tan esperado, la gran final. La jornada del encuentro definitorio, y tras haber sufrido una descompensación la noche anterior, Tatao Kuko apenas lograba respirar. De igual manera, asistió al encuentro con sus pocas fuerzas, alimentado por el deseo de ver a su país levantar la más hermosa de las copas.

Sobre el verde césped, se posaban los ojos del mundo entero. De un lado se paraban los freelandeses, invictos, ganadores por anticipado; del otro, unos indefensos argentinos liderados por su capitán, Liu Long. «Haremos todo lo posible para no recibir más de cinco goles», comentó Eun-ji, técnico del equipo albiceleste en la conferencia previa al encuentro.

Como era de esperarse, la partida se desarrolló sin sorpresas. Freelandia venció a Argentina por siete a cero. Los miembros del equipo albiceleste ni siquiera lloraron, sabiendo que el resultado podría haber sido incluso peor.

Felicidad. La tribuna era una fiesta, el rey bailaba y todo su reino le imitaba. Freelanze, la capital, explotaba en un jolgorio generalizado. Freelandia campeón del mundo en su primera participación en la competencia futbolística más importante de todas, algo inimaginable hacía apenas veinte años.

Satisfacción absoluta. Tatao explotaba de emoción. Su figura se asemejaba a una piedra de jade, perenne, postrada sobre el verde césped, una piedra viviente, añeja, valiosa; que brillaba en todo su esplendor.

Desde una nube de goce, el anciano notó cómo la totalidad de los jugadores del equipo nacional se acercaban a él, suplentes y titulares. «Van a agradecerme todo lo que hice por ellos, por primera vez después de tantos años», pensó, y se dibujó una arrugada sonrisa en su demacrado y casi centenario rostro. Aguardaba, inmóvil, ya que su condición no le permitía moverse.

Frente a los pasmados ojos de la audiencia global, Tatao Kuko fue apuñalado, decapitado, violado y destripado en vivo y en directo.

—¡Pele nunca hizo algo así! —gritó justo antes de exhalar su último suspiro.

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