Tanga en Cuarentena
No estaba en su mejor momento. Quizás se trataba del peor de entre todos los malos momentos de su vida. Sujetó su mano ausente e invisible mientras redactaba un aviso clasificado. Recordaba su olor. También sus mimos. Esa alegría irrepetible de tomar el té con bizcochos de grasa. Lloró. Rogó a Dios. Siguió escribiendo. Sabía que ofrecía más de lo que podía dar, pero también sabía que estaba dispuesto a darlo todo. Vivir, debía vivir, así lo hubiera querido.
A través de la ventana, el vacío de una ciudad sin gente coreando algún cántico futbolero y tomando un liso. Supo reírse de sí mismo en el más caótico de los caos. Se ofreció en cuerpo, sin alma. Lo hizo, vivió. Los clientes satisfechos. Respiró el aire que ella ya no respiraba. Daría sus años por volver a ver su rostro feliz de domingo a la tarde. Las penas escritas en una tanga negra perdida bajo la cama.
Él, su ella… y Ella, impoluta. Se abría paso la vida. Un virus dando vueltas, como tantos otros, ya no tan malito. Él, más vivo que nunca; ella se escondía un rato. Y Ella ya podía descansar en paz.
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