El viajero

Por Mauricio Percara


Moishe no comía carne ni pan, ni conocía el sabor del asado. Su cuerpo era una prolongación ascética de su voluntad: solo porotos y repollitos de Bruselas, hervidos, en una olla que cargaba desde su infancia como otros cargan el miedo. Decía que así se preservaba del mundo y que, al negarle placeres, podía entender sus formas. Algunos aseguran haberlo visto comer pizza. 


Había recorrido ciudades que no figuraban en los mapas y desiertos que se desdibujaban con solo mirarlos. Hablaba siete idiomas y soñaba en uno distinto cada noche. Su pasaporte era un catálogo de aduanas y su mochila una acumulación de objetos inútiles que él consideraba sagrados: una piedra triangular de Samarcanda, un billete roto de Bogotá, un cuaderno con solo una frase escrita en diversas lenguas: “No es lo mismo la vida de todas las personas”.


Esa frase lo perseguía. Se refería, decía, al misterio inconfesable de que hay existencias que giran como planetas erráticos y otras que se aferran a un mismo sitio como un clavo oxidado en la pared del tiempo. No comprendía —no podía— a aquellos que nunca salieron de sí mismos, los que confundían rutina con eternidad. 


Una tarde llegó a una villa sin nombre, escondida entre sierras que parecían dibujadas por un niño triste. Era un lugar detenido, donde las sombras tenían memoria y los perros dormían sin vigilia. Allí, bajo un árbol seco, un anciano cuidaba un asador apagado. No cocinaba nada. Solo estaba ahí por estar. Su piel era de cuero, sus ojos, de río, y su expresión, una mezcla imposible de espera y certeza.


Moishe, como hacía siempre, se sentó a su lado sin pedir permiso. Sacó de su bolsa unos repollitos, los partió con las manos, y comenzó a hablar. Narró sus peripecias con el ritmo de un antiguo juglar: los monzones de Calcuta, el silencio de las bibliotecas de Tokio, los trenes que nunca llegaron en Mar del Plata. Hablaba para probar que existía. Hablaba para no ser confundido con un árbol, quizás.


El viejo lo escuchaba sin pestañear, como quien oye una historia que ya conoce. En cierto momento, cansado de sí mismo, Moishe se detuvo y preguntó con cierto desdén:

—¿Y usted? ¿No fue aburrido estar aquí toda la vida, en este páramo sin historia?


El viejo sonrió, con una lentitud que parecía venir de otro siglo.


—Para encontrarme, tuviste que cruzar el mundo —dijo—. Yo solo tuve que esperar. Llegué antes. Llegué ochenta y siete años antes que vos.


Moishe quiso responder, pero no halló palabras. Por primera vez entendió que hay destinos que no se buscan, sino que aguardan, como un espejo viejo en una casa vacía. 


Esa noche no comió porotos ni repollitos. Cuando logró conciliar el sueño, soñó que era un anciano, sentado junto al fuego que aún no se encendía, esperando a un joven que, en alguna parte del mundo, acababa de nacer.

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