El viejo de la plaza

Con frecuencia, sobre todo cuando comienza a ponerse el sol, recuerdo el consejo de un hombre del barrio, un señor al que le gustaba que le digan gran abuelo (大爷) o viejo abuelo (老爷爷), según la traducción literal que hago. Alguien mucho más adelantado que yo en la carrera de la vida, aunque capaz de ejercitarse por más tiempo, con una lucidez mental muy superior a la mía y una verborragia y acento propios de los pekineses (así aprendí chino, a las cachetadas que sabe dar la calle).

Una tarde como tantas otras, coincidimos en la placita comunal. Este chino octogenario intentaba en vano enseñarme a tocar el erhu (un instrumento de cuerda chino). Yo repetía, frustrado, «我这么那么笨» [Soy tremendamente tonto]. Habrá sido la decimoquinta vez que lo aseguraba, casi en un berrinche, cuando el gran abuelo sonrió, me retiró el erhu y expresó en un tono apacible y musical, con una voz instruida tras años de dar vida a canciones: «你宁可失败,也不会放弃自己的理想» [Es preferible perder antes que ir en contra de los ideales que uno tiene]. Yo callé, sin entender demasiado el significado de esas palabras en aquel momento.

No tuvimos más lecciones de erhu, ya no.

Al día siguiente y en esa misma plazoleta, el gran abuelo se sentó a mi lado, no cargaba ningún instrumento musical en esa ocasión, y me empezó a contar su historia. De los tiempos en la milicia, la Revolución Cultural, habló del lado de la familia que no es han sino manchú, de los años en que una comida no era más que un bol de arroz blanco hervido. Así, una semana, todos los días a las seis y media de la tarde. Mi cabeza se llenó de anécdotas.

Al día de hoy, tras mucho tiempo de análisis, de montones de ratos de dejar descansar los ojos en el vacío de las noches nubladas, creo que con sus palabras, en aquella última clase de música, se refería a que uno debe hacer lo que le gusta o apasiona. No hay derrotas; es mejor «interpretar» esos supuestos fracasos como actividades, disciplinas, personas, trabajos que no están hechos para nosotros. O para uno, individualmente. Y a mí me gusta escuchar relatos o leerlos, incluso intentar escribirlos. Eso entendí o quise entender. Ese fue el consejo que me dio, me di, o nos dimos.

Otra posibilidad sería que, aquella tarde en que recibía la última clase de música, mientras la suave brisa de la extremadamente breve primavera de la capital norteña nos despeinaba, ejecuté una nota tan irreverente que hizo que mi maestro, fastidiado, pusiera punto final a semejante profanación de uno de los símbolos artísticos más sublimes de la dinastía Tang.

Nos vimos un par de veces más, hasta que solo coincidimos en textos escritos a mano alzada.

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