Con frecuencia, sobre todo cuando comienza a ponerse el sol, recuerdo el consejo de un hombre del barrio, un señor al que le gustaba que le digan gran abuelo ( 大爷 ) o viejo abuelo ( 老爷爷 ), según la traducción literal que hago. Alguien mucho más adelantado que yo en la carrera de la vida, aunque capaz de ejercitarse por más tiempo, con una lucidez mental muy superior a la mía y una verborragia y acento propios de los pekineses (así aprendí chino, a las cachetadas que sabe dar la calle). Una tarde como tantas otras, coincidimos en la placita comunal. Este chino octogenario intentaba en vano enseñarme a tocar el erhu (un instrumento de cuerda chino). Yo repetía, frustrado, « 我这么那么笨 » [Soy tremendamente tonto]. Habrá sido la decimoquinta vez que lo aseguraba, casi en un berrinche, cuando el gran abuelo sonrió, me retiró el erhu y expresó en un tono apacible y musical, con una voz instruida tras años de dar vida a canciones: « 你宁可失败,也不会放弃自己的理想 » [Es preferible perder antes que ir en contra ...
Cayó sobre mí como mil toneladas de botellas descartables. Impidiéndome todo contacto con la realidad, el olor de esa mujer angelical se posesionaba de mi piel, desgarraba mis músculos sin remordimiento alguno, saciaba su sed de amor con mis lágrimas desperdiciadas. Y de repente estaba yo, en medio de la nada, luciendo la ropa que vestí por primera vez. Un bebé pidiendo la teta, aguardando la caricia suave de un desconocido y escupiendo la comida entre berrinches. Lloraba, sufría, lamentaba la existencia de los otros y, un poco, la mía. Me percibía como un tren sobre rieles en desuso, con pasajeros de cartón que no pagaron boleto y que no cesan de quejarse del mal estado del sanitario. Sigo en el viaje de los vivos porque no soy tan valiente como para tajarme las muñecas y, mucho menos, la garganta. Estoy tan quejoso de la existencia que ninguna mujer podría salvarme, pero esta dama es la menos indicada. Ataca con palabras dulces que siempre mienten, con falacias espolvoreadas como azú...
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