Con frecuencia, sobre todo cuando comienza a ponerse el sol, recuerdo el consejo de un hombre del barrio, un señor al que le gustaba que le digan gran abuelo ( 大爷 ) o viejo abuelo ( 老爷爷 ), según la traducción literal que hago. Alguien mucho más adelantado que yo en la carrera de la vida, aunque capaz de ejercitarse por más tiempo, con una lucidez mental muy superior a la mía y una verborragia y acento propios de los pekineses (así aprendí chino, a las cachetadas que sabe dar la calle). Una tarde como tantas otras, coincidimos en la placita comunal. Este chino octogenario intentaba en vano enseñarme a tocar el erhu (un instrumento de cuerda chino). Yo repetía, frustrado, « 我这么那么笨 » [Soy tremendamente tonto]. Habrá sido la decimoquinta vez que lo aseguraba, casi en un berrinche, cuando el gran abuelo sonrió, me retiró el erhu y expresó en un tono apacible y musical, con una voz instruida tras años de dar vida a canciones: « 你宁可失败,也不会放弃自己的理想 » [Es preferible perder antes que ir en contra ...
Por Mauricio Percara Moishe no comía carne ni pan, ni conocía el sabor del asado. Su cuerpo era una prolongación ascética de su voluntad: solo porotos y repollitos de Bruselas, hervidos, en una olla que cargaba desde su infancia como otros cargan el miedo. Decía que así se preservaba del mundo y que, al negarle placeres, podía entender sus formas. Algunos aseguran haberlo visto comer pizza. Había recorrido ciudades que no figuraban en los mapas y desiertos que se desdibujaban con solo mirarlos. Hablaba siete idiomas y soñaba en uno distinto cada noche. Su pasaporte era un catálogo de aduanas y su mochila una acumulación de objetos inútiles que él consideraba sagrados: una piedra triangular de Samarcanda, un billete roto de Bogotá, un cuaderno con solo una frase escrita en diversas lenguas: “No es lo mismo la vida de todas las personas”. Esa frase lo perseguía. Se refería, decía, al misterio inconfesable de que hay existencias que giran como planetas erráticos y otras que se aferra...
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