Cantar solo
Nos citamos en un KTV (es decir, un karaoke privado, una habitación para cantar a solas y sin más público que los invitados). No era la primera vez que nos veíamos. Yo había practicado canciones, ella quizás también.
Sábado a las siete, después de la cena (¡morfan tan temprano los asiáticos!). Cada vez que puedo evito pagar una comida; soy así, rata, aunque tigre en el horóscopo chino; pero esta vez fue por otra cuestión, la china tenía una cena de trabajo.
Ella de Shanghai, una ciudad conocida incluso por quienes no saben dónde está China; yo de Crespo, Entre Ríos, una urbe que nadie ubica aunque me esfuerce en explicarlo.
Habíamos pedido un turno de tres horas. Para cantar largo y tendido, habrá soñado ella; yo solo podía pensar en llevar la relación a otro nivel.
Llegué temprano, con quince minutos de antelación. Característica impropia de los argentinos y de los chinos… ¡ni hablar! Llegan tarde, pero bien tarde, casi siempre.
Se hicieron las siete. Siete y media. Las ocho. Ella no llegaba. A eso de las nueve recibí un mensaje por WeChat: “Sorry, seguimos acá. Estoy borracha. ¿Me buscás?”
Después de haber cantado solo durante dos horas, comiendo las frutas que me servían, bebiendo los tragos que me servían, y repasando con mi voz de varón abandonado los grandes éxitos que figuraban en el software de esa obsoleta computadora del karaoke (como “Love Me Tender” y “Twist and Shout”), abandoné el lugar, llamé un taxi y fui a buscarla. Entregado. Regalado con moño.
La vi, desparramada en el cordón de la vereda, vomitando su vida.
Tanto la quería, que vomitamos juntos, como dos caniches que comieron de la basura un pedazo de pizza del mes pasado.
Y vimos pasar la noche pekinesa, entre esos autos que iban y venían, en una ciudad que nos era ajena a los dos.
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