Boliche Gay

Conviví por bastante tiempo con un compañero de departamento completamente gay. Esa aclaración es necesaria porque otro de los residentes del hogar prefería clasificarse como bisexual (aunque nunca tuvo pareja del género o sexo femenino). Y también estaba yo. Así se conformaba la lista de inquilinos.

Voy a decir algunas cosas que no debería decir, para no perder la costumbre.

Durante un lapso excesivamente prolongado, mis “roommates” intentaron ocultarme su elección sexual. Por las noches, se servían tequila, ponían voz gruesa y hablaban de las mujeres de su oficina en forma grotesca. También se referían a sus amigos como “ese mariquita”, “la loca”, “putito”. Yo no puedo decir que sospechaba, porque ya lo sabía, me habían contado, lo veía, ni había forma de esconderlo.

Una de esas féminas que formaba parte de sus libidinosas charlas nocturnas increíblemente forzadas salió conmigo por algún tiempo y me contó en cierta ocasión que uno de esos chicos le había dado consejos para practicar sexo oral. Podría ahora agradecer, si me rebajara al nivel de ese “acting” de veladas de tequila practicado por aquellos energúmenos. No lo haré (jamás).

La cuestión es que yo sabía, pero ellos estaban seguros de que yo no sabía, así como yo estaba convencido de que ellos no sabían que yo sabía.

Era divertido, no lo niego. Aunque me celaban mucho. (Supongo que me querían, porque yo los quería y mucho).

Si yo organizaba una cena con amigos y no les avisaba, me tenía que bancar los berrinches, los pataleos, las quejas. Por su parte, ellos salían a boliches gay y no me avisaban. Una locura. Me discriminaban. Porque es bien sabido que hasta el más homofóbico de los homofóbicos se pone como loquita con la música de esas discotecas. Los boliches gay pasan la mejor música y eso es indiscutible. Punto. Ah, y preparan los mejores tragos. En resumen, me encantan los boliches gay y ellos no me invitaban.

Una noche, antes de que lleguen a casa, preparé unos “tequila sunrise”. No sé por qué, pero los hago muy ricos, y eso que ni siquiera sé hacer bien unos simples fernet con coca. Armé un compilado de canciones, incluyendo a artistas de la talla de Locomia, Ricky Martin, Los Sultanes, Village People, entre otros. Puse la música al tope.

Los recibí vestido con un pijama de oso panda. Lo cierto es que quería ponerme una minifalda, pintarme los labios, hacerme las uñas, pero no contaba con los recursos. Además, me dio pereza. El disfraz de oso panda era simbólico (o lo único que encontré). La música era muy explícita.

Llegaron. Me vieron con ese atuendo especial. No se rieron, no dijeron nada. Tres tragos sobre la mesa. Muy serios, cierta tensión. Yo daba sorbitos a mi cóctel, aunque la sombrillita que delicadamente había dispuesto como decoración me molestaba.

Creo que menearon un poco las caderas con un tema de Ricky o eso quise creer. Uno se acercó, después el otro. Ni una palabra. Yo sonreía, ellos se hacían los boludos.

—¿Quieren? — Les ofrecí un trago.

No recuerdo qué música sonaba entonces, ya que podría jurar que se hizo un silencio sepulcral, lo que es imposible pero aseguraría que pasó. Una voz gutural, que hizo temblar las paredes de la habitación, grave, respondió:

—No tomamos esos tragos de puto.

Me resultó inevitable expulsar una terrible carcajada. Cuando logré contenerme, les dije:

—Pelotudos, si no me invitan al boliche el finde les rompo el culo a los dos.

Entonces fueron ellos los que rieron. No nos abrazamos, aunque honraron mi gesto poniéndose a bailar y hablar de pitos en mi presencia. (Ahora que lo pienso con más detenimiento, quizás por ese preciso motivo no nos abrazamos). Improvisamos unas margaritas, abrimos unas cervezas afrutadas y alguien sirvió ron con coca. Una de las noches más mágicas de mi vida, con dos grandes amigos.

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