Bangladesh color cielo
Enamol Hoque Tutul nació argentino, a pesar de nunca haber pisado las tierras de gauchos y vino tinto. Diría que es argentino por elección, pero no podría afirmarlo con pruebas concretas. Su pasaporte, costumbres y lengua lo hacen, también, de Bangladesh.
Se jugaba la Copa América Centenario, Argentina estaba en semifinales y Tutul, en horas de la mañana china, estaba más ansioso que lo que yo he podido estar en la situación más crítica de mi vida. Yo, argentino sin elección y con pruebas para fundamentar mi argumentación, tomaba un té verde en la cafetería de Radio Internacional de China. La celeste y blanca ganó ese partido, en parte gracias al apoyo de los argentinos de Bangladesh —estoy completamente seguro—. Luego perdimos la final, y creo la culpa cae sobre mis hombros por no mirar el partido (mientras Messi se calzaba la casaca, yo me vestía de oficina).
En cada Mundial, Bangladesh se parte en dos. Están las banderas de Brasil y las de Argentina. Cubren las casas, los bares y hasta a la gente. Uno es de este o del otro, no hay matices, y no se puede cambiar de bando jamás, la promesa es eterna. Se cree que los bangladesíes vienen ya predestinados, con una marquita en el código genético, que los hace ser o no ser.
En China se le da más importancia a la Eurocopa, que coincidió en 2016 con la copa que celebró la centuria de la Copa América. El clima futbolero tan presente estaba destinado a dar cobijo al certamen del otro viejo continente, el de griegos y romanos; y no al del nuevo mundo, de quechuas, patacones e inmigrantes de ascendencia griega y romana.
Tutul se encargó durante esos días de hacerme sentir un pecho frío, de no sentir la camiseta, de no ser suficientemente argentino, de no sentir presión cuando el otro equipo nos presiona contra las redes, de no transpirar la gota gorda cuando es falta en nuestra área. Aprendí a ser un poco más argentino, casi tanto como mis hermanos de Bangladesh. Estaré eternamente agradecido.
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