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Habré tenido seis años. No me gustaba tomar leche. Al día de hoy sigo igual. Es algo en su sabor, no sé bien qué será, como que me cae mal, me provoca arcadas, ganas de descomer. El chocolate me encanta. Amargo, más amargo que el café, frío o caliente, en barrita o cacao en polvo.
Se trataba de alguna fecha patria, y en el recreo me sirvieron una chocolatada con gusto a leche, casi blanca, un marroncito deslucido, una leche sucia. Le di dos sorbos y no daba más. Vi pasar mi vida delante de mis ojos, rápidamente —tenía poquitos años de vida después de todo—. Dejé el vaso largo ahí, abandonado, no podía más. Una maestra dijo «Tantos chicos que no tienen para comer y vos no terminás la leche». Probé con un traguito más. Horrible. Me sentí descompuesto por varios días. Lo intenté.
¿En qué ayudé a esos niños pobres? Aún no lo sé.
…..
Me fui de vacaciones a una paradisiaca isla en las Filipinas, de las más chiquitas, esas que prácticamente no se promocionan. No recuerdo ni el nombre. Según los locales son incontables los atolones, varía su número según la marea, la época del año, los designios de Dios. Yo siempre confío en los locales.
Nunca estuve tan relajado en mi vida como en ese cacho de tierra en medio del mar. Hasta que apareció aquella mujer, pisando fuerte, gritando, molestando a su paso. Habrá pesado unos ciento cincuenta kilos, estimaban en las noches de fogata, tomando un vino, los isleños y me insistían en que tire un número; noventa, dije una noche, aunque mentía: eran ciento cincuenta por debajo de las patas. Sea como sea, la gran mujer se burló cada día de mi panza cervecera, de mis cachetes abultados (yo estaba más rechoncho que de costumbre, recuperándome de una lesión en la espalda baja que me impedía cualquier tipo de actividad física).
Un mediodía, Leo el canoero se duchaba tras regresar de una larga travesía bajo el sol hasta otra ínsula en busca de víveres. Usaba una manguera, volcando abundante agua sobre su piel para refrescar el cuerpo.
La voluminosa mujer, de Nueva York, unos cuarenta años quizás, toda embardunada de bronceador y cremas, lo retó: «No desperdicies agua». Una china que también cumplía el rol de turista se envalentonó y dijo estar de acuerdo con la gringa. Dos ciudadanas de las naciones que más contaminan en el mundo contra un pobre filipino, de una isla perdida, que no debería disfrutar del agua que cae en forma de lluvia cada día, cada noche, cada mañana, cumpliendo con el perfecto ciclo del agua, ajeno a la lluvia ácida y todo lo que rompe y lastima al mundo, porque debe pagar por los pecados de los demás (eso habrá estado en la cabeza de esas damas, supongo).
Esa china me parecía linda y no había más mujeres en el lugar. Habíamos pegado onda, además, así que no dije nada. Callé. Cuando uno se aleja de las grandes ciudades, quizás, depende más de los instintos de supervivencia. Se vuelve un hijo de puta. O eso prefiero creer, a modo de consuelo.
Llegada la noche, en la fogata, aposté por ciento cincuenta kilos y Leo, algo borracho, prometió comprar una balanza en su próximo viaje a la civilización.

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