Descartable
Cayó sobre mí como mil toneladas de botellas descartables. Impidiéndome todo contacto con la realidad, el olor de esa mujer angelical se posesionaba de mi piel, desgarraba mis músculos sin remordimiento alguno, saciaba su sed de amor con mis lágrimas desperdiciadas. Y de repente estaba yo, en medio de la nada, luciendo la ropa que vestí por primera vez. Un bebé pidiendo la teta, aguardando la caricia suave de un desconocido y escupiendo la comida entre berrinches.
Lloraba, sufría, lamentaba la existencia de los otros y, un poco, la mía. Me percibía como un tren sobre rieles en desuso, con pasajeros de cartón que no pagaron boleto y que no cesan de quejarse del mal estado del sanitario. Sigo en el viaje de los vivos porque no soy tan valiente como para tajarme las muñecas y, mucho menos, la garganta.
Estoy tan quejoso de la existencia que ninguna mujer podría salvarme, pero esta dama es la menos indicada. Ataca con palabras dulces que siempre mienten, con falacias espolvoreadas como azúcar sobre un delicioso chocolate amargo. Mientras, suspirando por hombres que no fueron los que prometían ser, por amantes que no respondieron más que con abusos a las caricias que se solicitaban por escrito y por mujeres que se robaron a esos buenos para el mal.
Esa noche pedí un café que tardó en llegar. Observaba por la ventana la espuma del aire, esa que no trae la marea o siquiera el viento. La espuma se mostraba en formas erradas e incomprensibles. Los colores, por su parte, cantaban desafinadamente y no permitían que se los distinga como tales. Se divisaba a lo lejos una luna que sonreía sospechosamente, imitando a otros astros más agraciados y menos populares.
Esa sonrisa me decía algo. La presencia de la fémina de mis tormentos y gracias se proyectaba como otra luna, sin haber sido yo avisado. Cumpliendo su rol de satélite me vigilaba cada noche, desaparecía por las mañanas con el crepúsculo y me enviaba postales de amor desde el otro lado de la cama. El café se enfriaba y la nata flotaba cada vez más consistente y viscosa. El risueño camarero ya no pasaba por las mesas o jamás lo hizo. Mi mirada helada posada sobre las postales del hartazgo se hastiaba de hastío.
No esperaba mucho de esa velada, era una de esas que no dudamos en clasificar entre las menos especiales. Descubrir que estaba muerto, sin dudas, representó un motivo suficiente para desear vivir un rato más.
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